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En un jardín de flores soñé que del metal emanaba vida

Texto del catálogo ART CONTEMPORANI DE LA GENERALITAT VALENCIANA IV editado por el ‘Consorci de Museus de la Comunitat Valenciana’. 2021. Depósito Legal: V-3149-2021 / I.S.B.N 978-84-482-6622-6

Alors je rêverai des horizons bleuâtres,

Des jardins, des jets d’eau pleurant dans les albâtres,

Des baisers, des oiseaux chantant soir et matin,

Et tout ce que l’Idylle a de plus enfantin.

L’Émeute, tempêtant vainement à ma vitre,

Ne fera pas lever mon front de mon pupitre;

Car je serai plongé dans cette volupté

D’évoquer le Printemps avec ma volonté,

De tirer un soleil de mon coeur, et de faire

De mes pensers brûlants une tiède atmosphere.


Baudelaire, “Paysage” in Les Fleurs du Mal

Caer en la voluptuosidad del paisaje donde nuestros pensamientos se disipan entre los arbustos y los árboles. Buscar la templada caricia de los pétalos en los iris recién floridos. Y entre ellos, algo chirría. Como si de un desguace se tratase, entre piezas de coches, repuestos de electrodomésticos, calderas y soportes, una flor de metal yace. Todavía parece latir la vida en ella. Aunque una flor de metal es una flor muerta. A metal flower is a dead flower (2017) es una obra, un díptico, en acrílico sobre tela realizada por la artista Silvia Lerín. En cierto modo, ambas pinturas parecieran un reflejo especular sobre el paso del tiempo, la decrepitud o el ocaso de un proceso en el que el objeto de representación se muestra de forma transformada.

Por un lado, el primer lienzo responde a la imagen de una flor provista de riego y alimentación a través del agua de un recipiente de cristal. El capullo abierto se conserva terso y fresco, aunque su pátina de metal nos alerta de algo extraño. Por otro lado, en la segunda pintura la flor se muestra marchita, los estragos del paso del tiempo infieren sobre el lienzo dejándolo arrugado. Entonces descubrimos el engaño. Ni la pieza de metal es tal -sino una tela pintada-, ni la flor está viva, pues “una flor de metal es una flor muerta”. Cuando Silvia Lerín explica su pintura como un trabajo autobiográfico observamos que su mirada presta atención a la experiencia del día a día, al acontecer de los pequeños elementos que la rodean o la transición que se efectúa en su entorno por el marcado paso del tiempo. A metal flower is a dead flower es una obra especialmente significativa en la trayectoria de la artista, pues se sitúa a caballo entre su proyecto anterior Inspired by an English Garden (2016) y Engineering (2017) que nacería como corolario de A metal flower is a dead flower. El primero tiene su origen en un encargo: la realización de una obra inspirada en las flores que una mujer había cultivado en su jardín. Ante esto Lerín comienza a pasar tiempo en jardines de la capital británica con el fin de tomar un registro de las expresiones de la naturaleza, las impresiones vividas y así inspirarse para desarrollar con empeño su cometido. Pronto se ve envuelta en colores, fragancias y formas que sintetiza manteniendo su trabajo de abstracción yendo más allá del encargo y enfrascándose en un nuevo proyecto. De este proceso de contemplación y deleite de plantas y flores extrae las fuentes creativas para su serie Inspired by an English Garden siendo evocadas, en la interpretación de la artista, como figuras geométricas. Así las telas se pliegan como los pétalos de flores, el capullo se compone mediante los recortes de lienzos triangulares, el cuadro ya no existe o al menos no de la manera tradicional, el bastidor se ha transformado en parte del brote siendo coloreado como tallo, pedúnculo, estigma o pistilo en un bouquet artificial. El contacto diario con el jardín inglés traslada a Lerín a una experiencia embriagadora de vida, colores y formas cuya esencia condensa, como si esta adquiriera la discriminación olfativa de un maestro perfumista, destilando una nueva fragancia inolvidable en cada pieza que ha sido convertida de nuevo en materia. Así, la suma de telas, óleos, acrílicos y maderas configuran una arquitectura paisajista. De hecho, la tradición del paisajismo adquiere su plenitud en las experiencias inaugurales en Versalles, en los paisajes británicos y en los jardines japoneses. Estos tres casos, los primeros datados del siglo XVII, los segundos del XVIII en Europa y los últimos del siglo XII en la isla asiática, pertenecen a una historia artificial de la naturaleza donde el hombre ha inventado, domesticado y exhibido una vida natural más allá de la existencia real de esta. No obstante, si nos detenemos en el jardín inglés, parece estar reglado por normas diferentes a las que se ven sometidos el francés o el japonés. Los grandilocuentes pasajes de naturaleza festiva de Versalles fueron diseñados bajo el orden y la armonía de inspiración renacentista italiana. Los místicos jardines japoneses, también conocidos como jardines zen, se basaron en el tratado de paisajismo Sakutei-Ki donde impera el equilibrio formal, la precisión mental y la veneración de los espíritus de la naturaleza.

Por su cuenta, el jardín inglés, opuesto a estos dos, se manifestó bajo una idea de lo sublime natural, un cierto tono asilvestrado e irregularidad en su composición.

Si el inglés se basaba en el predominio del movimiento con sus estanques, sendas tortuosas, arbustos y rocosas que dotan a la organización vegetal de cierto grado de “salvaje”, no por eso abandonó el artificio creativo del genio humano. Al igual que las obras de arte románticas, el jardín inglés promovería la curiosidad, la sorpresa de lo desconocido, el movimiento inasible o el ímpetu de la vegetación al natural.

Por eso, no es de extrañar que Lerín se vea conmovida por la belleza y la disparidad que rocía cada trecho del jardín inglés. En este sentido Inspired by an English Garden retomaría ese entorno salvaje que propondría el propio jardín. Así, la artista recoge para esta serie los nombres propios de los ejemplares que halla a su paso: iris, jazmín variegado, cala, tulipán negro, ninfeas, amapola azul, narciso, margarita amarilla o hiedra, e incluso orugas, habitantes de estas magníficas piezas.

El segundo proyecto, Engineering (2017), toma como experiencia primera la relación directa entre máquina y ser humano. En este caso Lerín se deja seducir por la materialidad de ciertos objetos industriales. Algunos de estos pertenecen a nuestro día a día, como son tuberías, calderas o las herramientas mecánicas tales como unos alicates. Sin embargo, otros quedan escondidos en las tripas de la ciudad.

Son engranajes, cintas, tubos de cobre, tornillos que no presentándose a la vista ejecutan un movimiento subrepticio, pero primordial para el funcionamiento de las máquinas y del sistema de vida de los humanos en las sociedades capitalizadas.

En este caso, observamos cómo el paso del tiempo se da en superficies metálicas por el proceso de oxidación o envejecimiento de la materia marcando tempranamente el origen de otra de sus series Cooper Skin (2019). No obstante, si A metal flower is a dead flower serviría como bisagra entre ambas series, el díptico I used to be a Daffodil (2017) y el lienzo Metallic bud (2017), pertenecientes a la serie Engineering, también se identificarían con esa transición de la naturaleza viva y colorida a la representación maquinal y marchita de esta. De hecho, en I used to be a Daffodil observamos como el jacinto amarillo pasa a convertirse en

una grisalla del original. Aquí se representa la muerte de la flor y su metalización.

Por otro lado, Metallic bud es la representación sintética de un capullo de flor rosa que en su intento de florecer es constreñido por una cobertura metálica. La figura geométrica de la flor, un lienzo romboidal, es rasgado a la manera de Lucio Fontana.

Pero mientras que el italiano buscaba abrir el vacío en sus piezas espacialistas, aquí reside la vida oculta. El capullo metálico ha sido lacerado y de esa abertura se intuye el color rosa de su naturaleza viva. Entre la muerte y la metalización, la flor todavía rezuma algo de vida.


Johanna Caplliure ​

 2021 – Curadora independiente y Crítica de Arte

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