Home / Press / Texts / Román de la Calle

Texts

SILVIA LERIN: DIALOGOS CON LA PLASTICIDAD PICTORICA

Texto para el catálogo de la exposición individual “Pintura sobre Pintura” publicado con motivo de dicha exposición en el Centro Cultural Mislata en 2002

Le tableau ne sera pas regardé passivement mais bien revécu dans son élaboration, refait par la pensée.

Dubuffet

— I —

El consejo-mandato de Dubuffet, que encabeza, como motto, estas líneas, debería ser tenido mucho más en cuenta, hasta el extremo de convertirse, de hecho, en eje determinante de nuestras experiencias estéticas.

“Revecu dans son élaboration”, “refait par la pensée” es, sin duda, mucho pedir a nuestra capacidad de observadores, a nuestras destrezas perceptivas y, sobre todo, mucho esperar de los hábitos ejercitados, comúnmente, por nuestro pensamiento visual frente a la plasticidad pictórica.

Sin embargo, dicho imperativo se hace, incluso, más evidente en aquellas obras, cuyo grado de autorreferencialidad, de mostración directa de su fisicidad se radicaliza, en la medida en que la fuerza de la propia corporalidad de la pintura, su estatuto significante, se transforma principalmente en un asunto visual. La pintura -¿quién lo duda?- existe para la mirada y su correlato fisiológico es el ojo.

Así, el trazo de un gesto, la delicada sobriedad de una forma, la más mínima armonía geométrica o el latido cromático sutilmente incorporado en una materia, que fija su instantánea vivacidad sobre el lienzo, están hechos, sin más, -unos y otros- para ser vistos y, sobre todo, para ser mirados, con fruición y curiosa parsimonia.

No obstante, -reconozcámoslo- hay muchas maneras de mirar, al igual que son muchas también las formas de construir, de componer, de instaurar los valores autónomos de la pintura. Y no son inocentes, ni mucho menos, estos verbos que acabo de utilizar, toda vez que nos es fácil encontrar determinados pintores que actúan, en relación a sus obras, como análogamente lo harían los arquitectos o incluso los músicos frente a las suyas. Abrimos con ello, una vez más, el juego arriesgado y altamente apasionante de proponer y de pergeñar una mínima correspondencia entre las artes.

¿Acaso no ocurre algo de esto en el proceso de lectura de las pinturas de Silvia Lerín? Revécue, sa peinture, dans son élaboration, refaite par la pensée, como se nos aconsejaba desde el “motto” inicial. Se trata de revivir la compleja saga de su elaboración, desde la mirada receptiva, con la eficaz ayuda reconstructora del pensamiento. Y en eso estamos.

He de confesar que, ante sus propuestas, siempre me ha sorprendido, por una parte, esa especie de destacada automostración de sus valores sensibles y, por otra, el minucioso rigor de su concepción estructural. La pintura, al fin y al cabo, como recurso autónomo, como solfège de la couleur o como espacio construido para la mirada.

De hecho, cuando se ha querido subrayar, por parte de los mismos artistas, el alcance y la fuerza propios de la plasticidad de la pintura se ha recurrido, por lo común, a determinadas referencias musicales. Así, frente al histórico ut poesis pictura, se argumenta oportunamente el ut musice pictura, a veces casi como una intensa liberación, apuntalándose, de este modo, un mayor grado de autonomía, por parte de la misma pintura. ¿Acaso un viaje emancipador desde el modelo narrativo de la poesía hacia el modelo intraestructural de la música?

En realidad, aquéllos que se consideren más sensibles y mucho más impactados frente a “une surface plane recouverte de couleurs en un certain ordre assemblées” que ante la figura de “la femme nue” o frente a la altanera silueta del encabritado “cheval de bataille” -sugeridos por la célebre fórmula empleada por Maurice Denis (“Art et critique”, 1890) precisamente para definir la pintura- estarán bien dispuestos, sin duda alguna, a dejarse seducir por el modelo del ut musice pictura.

En resumidas cuentas, la aventura consiste en tomar prestado a la música y/o a la arquitectura, dos de sus caracteres propios: su prestigio matemático-geométrico y su estudiada distancia de la naturaleza, es decir su libertad en relación a las pautas miméticas, sirviéndose, en consecuencia, restrictivamente, de elementos y recursos propios de su correspondiente acción artística.

Sin embargo, sea cual sea la “cualidad” musical de una emoción provocada por la presencia de determinadas relaciones entre colores, o la “cualidad” arquitectónica asociada experimentalmente al descubrimiento de una concreta combinación de formas estructurales sobre el lienzo, seguirán siendo insuficientes tanto ese recurso a las analogías como el uso de las correspondencias entre las artes -siempre sugerentes modos de hablar- para elucidar la calidad específica de la plasticidad pictórica. Y son justamente los valores de esa plasticidad -digámoslo claramente- lo que ahora nos interesa, ante todo, al aproximarnos al quehacer pictórico de Silvia Lerín (Valencia, 1975).

Por eso, más allá de establecer correspondencias con la música, con la poesía o con la arquitectura, recursos que a menudo se toman como hilos conductores de la argumentación estimativa de la pintura, quisiéramos acercarnos -aunque sólo sea brevemente- al particular origen banáusico y a las estrategias modeladoras que esa marcada dimensión, eminentemente plástica, en sí misma, comporta. Se trata de hacer justicia a una vertiente frecuentemente silenciada, atendiendo a la instauración material de la obra pintada, en cuanto “estado” (la obra como resultado) y en cuanto “proceso” conformador (la obra como acción) .

Las técnicas mixtas de Silvia Lerín -sus acrílicos, con polvo de mármol y papel sobre tela-, como otras tantas conformaciones pictóricas, minuciosamente preconcebidas en sus dibujos preparatorios y elaboradas manualmente, con esmero y dedicación, comportan siempre, en su trabajo técnico, aquel acto elemental y a la vez fundamental del quehacer pictórico, consistente en producir, de manera que se mantenga debidamente incorporada,

una capa material, realizada para ser vista, sobre un soporte, preparado para permanecer oculto. Y precisamente ese trabajo material, con las intenciones y finalidades que lo regulan y presiden, encarna lo que bien podría denominarse la condición específica del orden plástico pictórico.

–I I —

¿Hay algo más personal que la paleta -real o metafórica- de un pintor? A través de ella se constituye tanto su visión de la realidad como su estilo. Pero también la paleta, instalada en el corazón mismo del trabajo pictórico, posee su propia dimensión social e histórica. L’oeil cultivé del pintor nunca es ajeno a su época, ni a la concepción imperante del hecho artístico, ni a las pautas aceptadas y vigentes, reguladoras de las exigencias preferenciales de la ejecución artística.

En ese sentido, me atrevería a puntualizar que la evolución de la palabra “arte” (desde el saber-hacer artesano hasta el concepto casi religioso de creación) y la del término “obra” (desde la tarea más radicalmente manual hasta el más elevado producto cerebral) han comportado paralelamente, por una parte, un índice creciente de desmaterialización, es decir de desencarnación del trabajo del artista, propiciado directamente por los desarrollos tecnológicos y por las reconceptualizaciones que afectan al propio modo de entender los hechos artísticos, pero, por otra parte, quizás cabría apuntar igualmente que también han conllevado -dichas evoluciones- el desarrollo de un marcado individualismo, manifestado explícitamente en la integración del propio hacer, de sus preocupaciones y proyectos, de sus crisis y expectativas, en las estructuras más íntimas del sujeto, en los repliegues del yo, realizando -posiblemente, como reacción y contraste- una especie de fusión efectiva entre el trabajo manual y la inquietud intelectual, revalorizando, de este modo, el estatuto de la acción pictórica, capaz de reconsiderar su propia historia y, a la vez, de abrirse interdisciplinarmente hacia otros intercambios y diálogos, con la secreta esperanza de reivindicar asimismo los intrínsecos valores de su plasticidad.

Sin duda, en dicha tesitura, la trayectoria artística de Silvia Lerín ha optado resueltamente por el culto presentacional de las funciones de la apariencia que los lenguajes pictóricos, en sí mismos, posibilitan y potencian. ¿Pero, en qué medida, cabe hablar, respecto a su quehacer pictórico, de una correspondencia entre valores musicales, arquitectónicos y propiamennte  matéricos? Es decir, de un diálogo experiencial entre la autonomía de lo sensible, la estructuración de las formas, la instauración de ámbitos y espacios de marcada plasticidad, donde sobre todo el color y las texturas asumen grados de destacado protagonismo. Quizás sea éste el marco general de cuestiones que encuadra, explica y justifica, resumidamente, algunas de las claves fundamentales de las investigaciones pictóricas llevadas a cabo por Silvia Lerín.

Se trata, ante todo, de privilegiar la fuerza de la plasticidad, derivada directamente del tratamiento de la materia (acrílico, polvo de mármol y papel, sobre tela) bien se pinte a prima o por capas, ya que en ambos casos se busca la conversión del cuadro en una superficie sensible al gesto, al signo, a la textura, al juego geométrico o a la invasión cromática. El cuadro como superficie apelativa.

De este modo las intervenciones de Silvia Lerín sobre dichas superficies apelativas, lejos de convertirse en imitaciones precisas, devienen, en su materialidad plástica, fines en sí mismos y no instrumentos de representación. Sus pinturas exigen, junto a las estrategias de la mirada, una especie de “tacto a distancia”. Es cierto que las propiedades visuales del material empleado son, sin duda, aquí determinantes, pero también están ligadas a la presencia y cultivo de la textura, que retiene más o menos, el tránsito y la caricia de la luz.

En su autonomía, la pintura espectáculo enfatiza el cultivo del toque, de la intervención puntual y minuciosa, de la textura, en la aplicación de la materia, precisamente para poder transformarse en verdadero lenguaje plástico. Sobre esa superficie apelativa se llevará a cabo el paso de las formas, se articulará el juego de las estructuras, se abrirá el dominio total del color, pero dejando siempre ese rastro de la presencia de la lucha muscular y manual que ratifica -a la vez- el placer y el dolor de la acción pictórica. No en vano, el gesto de la mano es siempre el encargado y el responsable de realizar -con el elocuente diálogo de los materiales- la compleja relación y el ineludible enlace entre los elementos visuales que habitan y constituyen la obra.

Pero si cada material supone un lenguaje, bien es cierto que lo es en la medida en que conserva las huellas de la lucha de los útiles, del rastro de la mano, de las improntas materializadas de la concepción del proyecto pictórico. ¿Acaso la manera en que Silvia Lerín aplica y desarrolla la estrategia cromática no pesa tanto como la propia elección de los colores mismos, en vistas a su composición?

Entre el cálculo y el azar, se desgranan las pinturas de Silvia Lerín. ¿O quizás sea incorrecto hablar aquí de azar y sea preferible referirnos a las veleidades y aspiraciones que impone la propia obra, a través de sus materiales, de la complejidad de sus exigencias compositivas y/o de sus repentizaciones y contrastes?

A menudo he pensado que, en el contexto del quehacer artístico, la técnica no es sino la “suerte domesticada”. Son esa suerte, ese azar, esas aspiraciones y veleidades de la propia obra aquello que provoca las dificultades y a la vez aporta las posibles soluciones en esa cotidiana batalla de la instauración artística.

Se entenderá mejor, ahora, el alcance del motto inicial. Las pinturas de Silvia Lerín  no deben mirarse pasivamente, sino más bien deberían revivirse, con la ayuda del pensamiento, en el proceso de  su elaboración. Aunque ello implica y exige, ciertamente, toda una instrucción de la mirada del espectador, a través de la acción desarrollada en el quehacer artístico que da lugar a la obra. Toda una difícil tarea, que sin duda Silvia Lerín se esfuerza en propiciar, desde una particular alegría de vivir, que de algún modo aflora en sus obras. Quizás un sugerente hedonismo del carpe diem, en esta coyuntura histórica.

1 .- En este sentido, la lengua francesa matiza muy adecuadamente entre “oeuvre” y “ouvrage”, respectivamente como estado-resultado y como proceso de actuación, por parte del sujeto interviniente.

Román de la Calle

2002 -Universitat de València. Estudi General-

en_GBEnglish (UK)